sábado, 13 de diciembre de 2008

TAXI

En esa especie de feria americana de la vida que es el barrio de la Chacarita tomé el taxi. Ahí, cerca de las paradas de los bondis, entre venderores de bolas de árbol de navidad y pregoneros del "de todo", logré extender mi mano para que el taxista que venía por Federico Lacroze no siguiera de largo. En Chacarita es menester, antes de ascender a cualquier vehículo, cuidar bien tus bolsillos y sostener con fuerza el teléfono celular, porque los pungas allí abundan más que los mosquitos.
Mucho calor. Taxi sin aire acondicionado. Algunas carpetas del laburo y un cuadernito de cierto taller. Entrar en el Peugeot es como desparramarse en un sauna.
El tipo hablaba hasta por los codos, un sesentón de bigote finito, tomó por Charlone o alguna otra calle y se perdió en el mismo corazón de Palermo (Hay, en algún lugar del trayecto, un letrero que dice "Palermo no es Hollywood" y no pude dejar de reírme). El taxista siguió hablando sin parar -un hilo de transpiración le bajaba por la nuca y se perdía debajo del cuello de la camisa- de Cristina hablaba, de la presidenta, y de cómo antes, cuando estaba Carlitos (Así lo llamaba a Menem, como si fuera su hermano) la guita le rendía un montón. Qué el turco sí qué la tenía clara, etc, etc.
El aire estaba dominado por una especie de plasticola invisible; mi remera se pegaba a la piel como si estuviera embadurnada con jalea real. Pensé en el tipo que me conducía hacia mi destino, le imaginé una mujer inmensa, asexuada, pensé en los hijos que podría llegar a tener (¿Colegio del estado o pago?. De curas, seguramente, que es más barato). Al arribar por Cabrera a la calle Anchorena un semáforo en rojo nos detuvo. Dos pibes jugaban en la puerta de una casa tomada. Extendían índice y pulgar simulando tener una pistola y apuntaban y disparaban a la hilera de autos detenidos. Cuando el semáforo se puso en verde los coches arrancaron. El taxista, mirando de reojo a los pibes que siguieron con su juego, me dijo indignado: -¡A estos habría qué matarlos de chiquitos, antes de qué crezcan y nos maten ellos a nosotros!
No me quedó claro quienes eran ellos y quienes nosotros. Lo que sí supe después es que debería haber dicho alguna cosa, por estúpida que fuera, o bajarme del taxi a las puteadas allí mismo. Pero nada dije, abrí mi carpeta, controlé cierto dato para mi trabajo y continué mi viaje mirando por la ventanilla las paquetas calles de la Recoleta.
Pagué y descendí en Pueyrredón.

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