Lunes.
Esta mañana al porteño más porteño de todos le importó un pito que la temperatura descendiera temerariamente, que los diarios hablaran del triunfo de Boca en su primera plana, que diciembre transitara por la habitual locura de fin de año. El porteño más porteño de todos concurrió a su café de siempre, a tomar lo que toma siempre; pero el local estaba cerrado. Parece que hubo un robo y el dueño tuvo que cerrar para ir a hacer la denuncia y porque quedó medio shoqueado. "Fueron dos tipos -cuenta Roberto, uno de los mozos ya cambiado para irse- uno de ellos le apuntó al patrón con una pistola y el otro recogió la guita de la caja".
El porteño más porteño de todos se dijo que a su ciudad la estaban descalcificando poco a poco. Eso se dijo y por supuesto no se entendió a sí mismo; es que el porteño más porteño de todos necesita escribir lo que piensa para poder entenderse y ordenar así las ideas, y necesita escribir sobre servilletas de papel, mientras mira el paisaje urbano a través de la vidriera y se inspira.
El porteño más porteño de todos se fue a otro bar en la otra punta de la ciudad. Un bar moderno, con mesas en la calle o terraza, como le dicen en España; pero no fue lo mismo. Se sentó afuera para sentir el viento caer sobre su cara, viento de lunes después del fin de semana calcinante, pero no pudo escribir nada.
Primero pasó un muchachito de pelo revuelto y barba incipiente que le quiso vender lapiceras y relojes. Luego una madre con su hija en brazos y otros tantos críos correteando alrededor, que le dejó una notita en la cual le explicaba que no tenía trabajo y que estaba enferma. Después vino un muchacho con el brazo cubierto de tatuajes lisérgicos y multicolores vendiendo artesanías.
El porteño más porteño de todos pagó su café doble, dejó un billete de dos pesos debajo del servilletero y se fue caminando sin rumbo, a ver si entendía un poco mejor aquel temita de la descalcificación.
La Imagen es de Pablo Peisa
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