sábado, 20 de marzo de 2010

CHARLY

Participé de todas las antinomias que nuestro país forjó solemnemente. Sólo prescindí de una:
aquella que en los años setenta y ochenta oponía a Charly García contra Luis Alberto Spinetta.
En uno de los pocos instantes de lucidez de los cuales me puedo jactar, me aferré a la revelación de que en la República Argentina existía lugar para dos genios. Dos talentos contemporáneos. Dos labradores del espíritu.
Y que yo no podía ser tan imbécil de abstenerme de uno para alabar al otro.
Aunque mi amor por Spinetta llegó a alcanzar la cúspide de la adoración, jamás se permitió prescindir del sol cautivante de Charly García.
Y es en este post que quiero referirme precisamente a él.
No se asusten.
No voy a realizar un estudio seudo intelectual de su música, ya que mis conocimientos en esa materia transitan más bien el sendero de lo empírico.
Lo que sí pretendo, lisa y llanamente, es manifestar por qué lo quiero al tipo.
Dar las razones —¡vaya paradoja!— de mi cariño por este hombre de bigote extraño y carácter díscolo.
Aquí va.

I) Porque a mis catorce años vi a Serú Giran frente a la casa de mi infancia, en el boliche Fama, y llegaron tarde y sonaron pésimo. Pero estábamos con los pibes de la cuadra y a mí me pareció el show más impresionante de la historia.

2)Porque después los volví a ver en la Rural. Esta vez gratis, aunque ya lejanos, poderosos, inalcanzables. Y recuerdo también mi jardinero Kalvin Klein de aquella noche, y una melena ensortijada que el tiempo se ha encargado de borrar para siempre.

3) Porque cuando escuché por primera vez aquello de "...la fiebre de un sábado azul/ y un domingo sin tristezas..." casi se me para el corazón.

4) Porque cada vez que oye a Serú Girán, mi amiga Geraldina dice que me recuerda.

5) Porque nos íbamos de campamento a Córdoba o a Capilla del Señor, y por las noches encendíamos un fogón para tomarnos una ginebrita, fumarnos unos porritos, y cantar canciones de Sui Generis.

6) Porque en mi barrio, en cada esquina, a principios de los ochenta, banditas de pibes bailaban con sus radio grabadores hasta que amanecía.
Y el tipo cantó entonces "... yo quiero ver muchos más delirantes por ahí/ y bailando en una calle cualquiera..." Y desde ahí siempre me pregunté cómo carajos sabía un tipo de Barrio Norte lo que sucedía en un humildísimo culo del mundo perdido en el conurbano bonaerense.

7) Porque en el estadio de Ferro bombardeó Buenos aires ante una multitud incrédula que observaba todo con la boca abierta.

8) Porque Piano Bar me conmovió hasta las lágrimas, y porque a la salida del concierto de presentación en el Luna se llovió todo y con mis amigos saltamos los molinetes del subte B, meándonos de risa.

9) Porque siempre sorprende, porque se caga en toda regla, porque se reinventa, y muere y resucita, y vuelve a morir y a resucitar.

10) Y porque cuando necesité dejar el lugar en donde vivo por unos arreglos que debían realizarse, la madrina de An nos prestó un departamento pegadito al del tipo, en Coronel Díaz y Santa Fe.
Y allá nos fuimos, con nuestra hija Ludmila, que contaba sólo tres meses. Nuestra pequeña hija, que no nos dejaba dormir entonces, acosada por los cólicos.
Allí nos fuimos —como digo—, con nuestras ojeras y nuestro mal humor y nuestros desvelos ( en el amplio sentido de esta palabra). Y cuando ya instalados en el departamento arribaba la noche, oíamos al tipo tocar su piano. Y nos sentíamos poseídos, alucinados, arrastrados por aquella música de ensueño. Y Ludmila —al son de ese mismo piano— comenzó a dormir de un tirón por primera vez.


Por todo eso lo llevo en el corazón.
Como diría la querida Negra Sosa: Charly García, argentino.

cuadro de Charly Garcia realizado por TMK, hallado en TARINGA!

domingo, 7 de marzo de 2010

LA PUTA MUERTE

Porque a veces duele.
Duele esta ciudad con sus arterias hinchadas de veneno.
Duele ese grito de gol en la garganta rota, inequívoca, de las almas que purgan su muerte cotidiana.
Porque se muere de deseo, y de dolor, y de infinita rabia.
Acudo a los poetas, a los místicos.
Acudo también a los vendedores de carne, en cualquiera de sus formas.
Unto mi cuchillo de carnicero con las plumas de la paloma que se posa en la pared de mi ventana.
La paloma que me despierta con su arrullo matutino, y que puteo aplicadamente, sin obviar por supuesto el zapartillazo seco contra la persiana, contra la voraz mansedumbre que el cuerpo soporta cuando el sol afina sus rayos.
Y después el mate.
Duele el mate también, y cómo.
Duele la ebullición de la pava, las blancas burbujitas que recuerdan al detergente, a las lágrimas de Ariadna por Teseo, a las lágrimas del Minotauro por Ariadna, a mi propio llanto en esa sepultura donde mi tumba jamás halla consuelo.
Desbocado.
Aterido
Ido.
Acudo con mi hacha de monte al pie del dolor de los asesinos, propios y ajenos.
Duele eso también, y las cimitarras sarracenas, y Borges duele —¡siempre duele Borges!— y el alud de la simiente de los ángeles que desearon a las mujeres de la tierra en el principio de los tiempos.
Y duele la mujer, consonante y tonante.
Y duele el hombre fatigante, andante, soñante.
¿A qué vera enrostrada de nosotros mismos arribará la mansedumbre de nuestros propios cuerpos?
¿En qué oasis de sombra la monotonía pulirá el sepulcro en el qué me hallo?
El sitio en donde cada mañana me despierto, donde en cada amanecer puteo contra el arrullo de las paloma que me roba el sueño, que me pelea con su multiplicidad y su dejarse ser.
Y duele el duelo del pleno dolor, de ese que no alcanza ninguna causa, de ese dolor que no justifica una migaja ni un zapatillazo ni la patada en los testículos de la razón pura, aunque Kant nos aplauda o nos deplore desde su butaca celestial.
Duele la muerte a secas, sin disfraz.
La pura puta muerte.  
Y cómo duele.

viernes, 5 de marzo de 2010

EL PLAN

Y yo le dije que era imposible.
¡Es imposible! —le dije—, estás loco.
Y apenas me miró por encima del cortado.
De vuelta en el Arrufat, Paco Arístides Rojas, escritor, me contó su plan.
Cuando terminó, bebía mi último trago de wisky berreta.
Hablé sin vacilar:
— No sirve, Paquito, hay que tener agallas, no vas a poder.
Lo dije a propósito, para provocarlo, para que le doliera. Y me miró con furia.
Si algo tiene este hombre son precisamente agallas, huevos, garra, o como quiera llamársele.
Y también posee la rara virtud de la tozudez. Pero, ¡claro! abunda en el defecto más terrible de todos: el de la esperanza.
Y ahí radica el punto.
Él me contó que tenía todo calculado: los horarios de la casa, las costumbres, las excusas, los momentos propicios...
— ¡Y luego un balazo en el corazón, que se cague el tipo!
Así lo dijo. Golpeando sobre la mesa.
Me reí.
— Vos sos incapaz de matar una mosca —le murmuré.
— Este tipo se lo merece, es un farsante —me contestó
— Tal vez se lo merezca, no lo niego. Pero yo dejaría que el tiempo cumpla su fatal designio. Tarde o temprano la muerte tomará las riendas del asunto, sin utilizarte a vos como instrumento.
— No —se enojó—. Tiene que ser ahora. Termino el cortado, voy, y le meto un tiro.
Se levantó.
Antes de partir me desafió a que mañana leyera los titulares de los diarios, que pusiera C5N, o Crónica TV, que es más sangriento.
El escritor Paco Arístides Rojas salió a la calle, se tomó un taxi, y se perdió por Santa Fe.
Yo lo imaginé en esa travesía taciturna: la mirada distraída en el zoológico urbano. El taxi agarrando por el bajo, la casa de gobierno.
Imaginé a Paco llegando al departamento de Defensa y Carlos Calvo, saludando al portero como si tal cosa.
Lo presentí subiendo en el ascensor al sexto piso.
Lo imaginé extrayendo el llavero del maletín, girando la llave con dos vueltas: la sala oscura, la casa silenciosa. Herminia todavía no regresó — Él ya lo sabía—.
Lo vi —sin verlo— entrar en la habitación, encender la luz del velador, sacar la Colt del cajón de la cómoda, y descerrajarse un tiro en la boca .
Porque el escritor Paco Arístides Rojas planeaba matar a Paco Arístides Rojas. Ni más ni menos.
¿Lo habrá logrado?
Yo creo que no.
Paquito atesora virtudes abundantes, ya lo dije. Virtudes que no excluyen el coraje. Pero posee el peor de los defectos: la esperanza.
Y como expliqué antes, ahí se abre la grieta.
Si ustedes quieren, mañana examinen los titulares de los diarios.
Yo no.
A mi no me acompaña el ánimo.

miércoles, 20 de enero de 2010

MARÍA DEL CARMEN SUÁREZ


Allá, por finales de los años ochenta, la conocí.
No a ella personalmente, pero sí a su obra. Conocer la obra de alguien es hurgar en su costado más apasionado, asistir a sus desnudeces íntimas con esa impunidad que brindan el anonimato y la no presencia.
Conocer a una persona, junto con su obra, es contraproducente: termina contaminando la propia percepción, culpa de la rutinaria cotidianidad.
El poeta Jorge Arrizabalaga —¿Por dónde andarás, hermano?— me la presentó.
Verano de 1989.
Nos aburríamos los dos en un café de Villa Ballester, dándole sin asco a la Quilmes Cristal, cuando el tipo peló del morral aquella cartulina color verde agua, donde se podían observar algunas letras rojas. En esas hojitas esperaban aquellas poesías memorables.
Las llevé conmigo.
Las atesoré en cajones donde pensé que no podían extraviarse. Pero las continuas mudanzas hicieron lo suyo. En alguna de las casas que habité habrán quedado, junto con tantas cosas.
Pedazos de aquellos versos resistieron en mi memoria. Intentaba evocarlos, y a veces lo conseguía. Otras falseaba alguna línea ,o una estrofa entera.
La magia de internet me ha devuelto aquellos poemas, para alegría de mi alma.
Aquí quisiera compartir uno de ellos.


RIVALIDAD EN EL ESPEJO (María del Carmen Suárez)

Yo no te amé
fue otra la que cava con sus manos en la ceniza de las tumbas
la que aúlla en la noche donde la sangre rueda por sus rodillas
yo no te amé
fue la que perseguiste en los espejos
cuando se escapaba en las tardes
a matar la sombra de los adversarios.

Hoy venís a buscarla
no la conozco
percibí alguna vez su perfume en la habitación
y supe que era hermosa y se perdía en la oscuridad
soy apenas una admiradora lejana
que alguna vez intuyó su voz en esta casa
ni siquiera puedo contarte episodios de su vida
porque esconde detrás de sus ojos un destino inaudito
que nadie tratará de indagar
la busco entre las plantas en el mercado del viento
reviso los muebles para sentir sus huellas
me baño en el mismo lugar para tratar de embellecerme
solo encuentro un hálito de traición
una ternura que flota y me sumerge en el olvido
yo también quisiera auscultar sus enigmas
y desterrarla de estos reinos
que me cuente de una vez todos los viajes
y esta ausencia que crece
quisiera curar sus cicatrices
mirarla mientras duerme
extraerle las flores del pelo y aprender su lujuria
los ritos que me contás hace con su cuerpo
y se esconde después
yo no te amé
fue otra
esa mujer que buscarás en vano
lleva en su carne los signos de otros mundos.

jueves, 17 de diciembre de 2009

FIESTAS


El primer recuerdo que Sergio tiene de la Navidad se remonta —como en la mayoría de la gente—, hacia aquellos primeros años de infancia. Nos cuenta que en el comedor amplísimo de su casa se servía la mesa suculenta: pollo asado en la parrilla del fondo, tomates rellenos de atún, chivito traído especialmente desde Córdoba.
Tíos, primos, padres y abuelos comían y bebían hasta hartarse, esperando que toquen las doce.
Y las doce tocaban por fin, y comenzaba la verdadera fiesta. Había que buscar en el jardín, y en los jardines de la cuadra, y en el fondo de los patios de las casas vecinas, lo que el Niño Dios había traído para él y los otros chicos.
Sí, el Niño Dios, y no otro. No Papá Noel. No Santa Claus o alguna otra especie de payasote gordo y mercantilista, montador de trineos.
El regalo de Sergio y el de todos podía encontrarse en cualquier parte: en su propio patio o en el patio de al lado. Hallar, debajo de un naranjo, o de un laurel, o escondido en el tumultuoso yuyal del potrero de enfrente, un caja grande con un enorme moño, equivalía a una magia que no tenía empardes.
Sutilmente el Niño Dios había pasado, en silencio, y había depositado los obsequios sin que nadie lo descubriera.
Sergio dice que después creció, y entonces aparecieron los amigos del barrio: los pibes. Y ya la mesa familiar había disminuído de asistentes. Mudanzas, muertes y cuestiones del cotidiano vivir fueron achicando la algarabía, y ensanchando la nostalgia.
Pero aún quedaba la calle y los inofensivos triangulitos comprados en el kiosco de la vuelta. Los rompeportones reventando contra el porche del vecino, y la metralleta en el cordón de la vereda, que hacía un ruido infernal.
Encender la mecha, arrimar el fosforito, y correr, correr sin parar, y después quedarse mirando el chisporroteo fugaz de la magia chiquitita, la posible. Tomar las sobras de las copas de sidra, y emborracharse juntos, con los compinches, apoyadas las espaldas contra los pilares en sombras, sin entender todavía ese sabor de la hermandad temprana, pero aceptándolo con toda la piel y con todos los sentidos.
Y los años pasaron enormes, y los pinos encendidos se quedaron solos, con sus regalos sin abrir, y la mesa con turrones permaneció intacta.
Fue el tiempo y su fatal mecánica—dijeron algunos
Fue el tiempo, pero también fui yo— nos dijo Sergio
Nos dijo también que hubo un 25 de diciembre en que salió a la puerta, y los cohetes no estallaron, y el bullicio del barrio estuvo ausente.
Dijo que ese día partió a la casa de su primera novia, para el brindis. Y que vio las calles demasiado oscuras, y que observó un cielo sin sus antiguas luminarias, sin sus estruendos poderosos.
¿Qué había sucedido?
¿Qué monstruo infame y voraz se había llevado las sonrisas, la mesa repleta, la borrachera compartida, los amigos?
Sergio caminó esa noche, con las manos en los bolsillos. Caminó entre esa tiniebla absurda de aquel raro espejismo. Y de golpe vio, o imaginó, que todo había sido así desde siempre y para siempre, y que era él quién se había transformado en otro.
Entonces algo se le rompió bien adentro. Y aunque iba a ver a su primer amor, y la chica en verdad le gustaba mucho, se sintió triste por primera vez, en una fiesta.

domingo, 29 de noviembre de 2009

GENESIS

Estaba todo por hacerse
todo por imaginarse
Las cosas no tenían nombre, las inventamos las
hicimos con el furor de la palabra con
el sagrado fuego de la pasión.
Estaba todo en un horizonte mágico
todo en la bicicleta del futuro
y el
futuro no había llegado.
Dónde andará el que fui
y los que fuimos
en qué rincón oscuro gritará mi nombre y nuestros
nombres
buscando quizá el anónimo resquicio
la foto amarillenta que dibuja sonrisas.
Dónde el verano aquel
dónde la sangre a pleno en el fluir constante
de los amaneceres.
Estaba todo por alumbrarse
todo por ser
y en los espacios siderales y en los
nubarrones de la sal de los sueños
andarán todavía en un
tiempo sin tiempo aquellos que no fuimos
y que quisimos ser,
aquellos que han anclado en resplandores mudos
en espejos andantes
y en los hijos
que vendrán todavía
y en lo que queda por nombrarse
Las imágenes son del álbum de fotos de Ángela Prieto