jueves, 27 de agosto de 2009

CRONICA DE UN DECIDOR

A veces se me hace que el tipo no puede con su egocentrismo, que no hay genuina bondad en sus actos, y mucho menos inocencia; que en verdad le importa puta mierda todo este rollo de la cultura y la intelectualidad de las cuales suele jactarse, y lo único que quiere es que suceda lo que sucedió: tener un cachito de notoriedad —esos quince minutos de fama warholianos— para olvidar que lleva una vida miserable y aburrida.
¿Será por eso qué Sergio cargó de libros su morral anacrónico, y junto a su mujer se fue a recorrer los cafés de la ciudad, para sorprender a desprevenidos parroquianos con pequeñas lecturas?
Ya sabemos, el tipo no sabe otra cosa que pasarse en los bares todo el día, garabateando servilletas de papel, y se conoce de memoria el sombrío semblante de aquellos que están dispuestos a que el día los arrebate de su ceguera cotidiana.
Por eso llegó temprano, pisó sobre seguro, y peló, y se mandó con Borges al frente y arremetió con Girondo y los dejó grogui con Juan Gelman.
Todos lo aplaudieron, algunos sin comprender.
Les explico.
Sergio formó parte de un grupo que conmemoró el día del lector, precisamente leyendo. Cuando llegó al segundo bar, ya había una periodista de Clarín y un fotógrafo. Entonces pensó en impresionar: traía consigo una primera edición de un poemario de Paquito Urondo, del sesenta y pico. Leer a un montonero en la ciudad de Macri hubiera sido un pequeño desafío. Pero no. Se dio cuenta de que no quería desafiar, sino disfrutar, y que el público disfrute también. Por eso se mandó con poesías metafísicas, con alguna inocentada de Galeano, con una oscura noche de la Pizarnik.
Ángela, esposa de nuestro amigo, ayudó, consiguió bares, repartió folletos, arengó.
Por la noche, exhaustos y felices, terminaron en The Classic bar, el boliche de Ariel, donde apareció Manu de la Serna con una chica, y se narró un flor de cuento como solo él sabe hacerlo, y se fue victoriado por toda la concurrencia.
Después brindaron con abundante cerveza, y sintieron un desahogo como de misión cumplida.
La foto es de diario Clarín

miércoles, 19 de agosto de 2009

CONFUSIONES

En el Arrufat te enterás de todo, nada escapa al oído atento de quien quiera escuchar, y cuando el Porteño más porteño de todos me lo contó, no pude menos que soltar la carcajada más sincera.
— Hijo de puta, vos te reís porque no te pasó a vos —me dijo con su mirada más sobradora.
Y entonces sí, ahí nos reímos los dos.
Imaginate —me contó el Porteño— yo tengo experiencia con minas, pero esto nunca, te lo juro...
— Para todo hay una primera vez —le murmuré con sorna— y me volví a reír.
Resulta que el tipo conoció a la minita en esos boliches para gente de más de treinta y cinco. Él la invitó a la barra y se tomó unos cuantos destornilladores, que es lo que beben los hombres de su edad. La mina, cuarentona como él, arrancó con guindado y siguió con margaritas. Pero ya entrada la madrugada se clavó un Séptimo Regimiento tan ochentoso como el halo bizarro que parecía rodear todo el lugar.
Vivía por Almagro, y el porteño la llevó en su Chevrolet 54.
El alcohol exaltó las pasiones, como debe de ser, y el Porteño detuvo el auto en varias esquinas solitarias. Los vidrios se empañaron, un bolerito anacrónico y empalagoso sonó en el estéreo, las manos perdidas en los deleites del amor. Pero nada. Al parecer la minita quería hacer las cosas cómodamente.
—Aquí no, llevame al departamento —le dijo todas esas veces.
Llegaron. La mina vivía en un segundo piso, sin ascensor. Subieron las escalera, y en el rellano el tipo la arrinconó y entonces sucedió una eternidad de besos, de mordiscos, de caricias, de susurros entrecortados. Entraron, les costó un montón meter la llave en la cerradura, y cuando el Porteño más porteño de todos la tomó por detrás y la levantó en sus brazos con las mejores intenciones, ella lo rechazó.
—¿Con quién me confundís?  —le dijo
El tipo quedó perplejo unos segundos, la depositó sobre el piso, no entendía, pensó en una broma, en el burbujeo embriagador de los tragos. Pero la mina le pidió que se fuera.
El Porteño más porteño de todos partió de inmediato, montó en su Chevrolet 54, llegó a su casa de Palermo, y se pegó una ducha fría.

Cuando terminó de contarme y de reírnos un buen rato, el tipo me preguntó si yo me animaba a escribir algo sobre el tema.
—No te prometo nada —le mentí.
Apenas se fue, saqué mi Parker y tomé una servilleta.
Espero que les guste.


Él la alzó
no era un sueño
la levantó sobre sí
aferrados los muslos de ella entre sus manos
bandera enarbolada con gestos del deseo
para que su perfume penetre el puente de sus besos
y desde arriba
aferrada ella
domada ella por sus manos feroces
lo abrazó y su pelo de miel oscuro sobre
su boca
sobre su cara como un juego
y aquellos pies descalzos y
aquel perfume de súbita dulzura
el sabor de sus pechos en su boca
en ese letargo con duración de eternidad
Él la sostubo
en ese tiempo que no cesa nunca
él la acarició y ella en el abrazo
inclinó su cabeza
se aferró a su misterio
a sus años de seducir continuo
y no pudo o no supo
que aquella sería la
medida y
que el beso final no llegaría
hundida como era
Él la sostuvo un rato
nada más que un momento
y después en el velo cotidiano
aquellas desnudeces poblarían sus sueños
sus encantos

y sería sólo eso
y nada más que eso

la imagen es de redgestoresculturalesvalle.blogspot.com/2008_...

domingo, 16 de agosto de 2009

TRINCHERAS

Cómo ese derecho que tiene uno a ser despiadado consigo mismo aparece de pronto, y se instala magicamente en este teclado, igual que si un espíritu loco lo hubiera convocado.
Qué paradoja demencial, ¿no? ser yo el que me condene, el que me plagie la propia tristeza.
Quisiera volver a las antiguas historias irónicas, postear aquellas desnudeces vanas, descarnadas de toda carnadura, con aparente liviandad y fragilidad.
Pero no.
Y me da risa, y la risa me toma de sorpresa y me obliga a indagar en ese espejo quebrado y brumoso.
Entonces surge este vómito de palabras sueltas, esta sensación de saltos al vacío, de delirios improvisados porque sí, y ni yo me lo creo.
¿Cómo aprehender todo de nuevo?
¿Cómo desenterrar del pasado el motorcito de la pasión?
Mirando caras en el subterráneo, estación Malavia y olor a fritanga clandestina, todo hace pensar en el suicidio colectivo y cotidiano, ese meter la pata a contrareloj y a contracuenta.
No sirve, me digo. Y tampoco me lo creo.
Soy un apóstata, un paria, menos que nada.
Hoy caminé, caminé por este barrio de la Recoleta que pretende no ser parte de esta Argentina pobre y despiadada. Un barrio que esconde su identidad detrás de un campo lleno de muertos, de ilustres apellidos con nombres de calles, de árboles genealógicos orgullosos de frondosidad.
Quisiera entonces reirme, ser irónico otra vez, largar una bofetada que pegue duro en el rostro de la muerte. Y no, me sale nada más que este palabrerío que no dice nada, este hueco de frases vacías, este vómito que no me ahorro porque en el fondo soy un cagón que no quiere morir atragantado.
Perdonen ustedes a este miserable escudado en una heroica cobardía.
¿Heroica, dije?. ¡Canalla!
No se puede ser tan egocéntrico. No se puede ser tan egoísta atrincherado en esta especie de mentira, enarbolando mi bandera blanca.
¡No disparen!
Salgo ya mismo con las manos en alto y entrego este botín de vanidad
Está en ustedes despreciarlo.






La imagen fue sacada de
Oleo "Antes de la Batalla" de Miguel Oscar Menassa