sábado, 23 de mayo de 2009

VENDRÁ LA MUERTE Y TENDRÁ TUS OJOS

Me dí una vuelta por el blog Soledad Entretenida, de Maritornes http://soledadentretenida.blogspot.com/  —uno de los mejores del universo virtual, les garantizo— y me encontré con este poema de Cesar Pavese.
Recordé cierto episodio de mi infancia, que ya creía ingenuamente olvidado, pero que sin embargo persiste aún en la recóndita oscuridad de mi alma, y de mi memoria.
Marina se llamaba, y era dulce y morena, y vivía a la vuelta de casa.
Tenía unos ojos negros como no he vuelto a ver.
Ella andaría por los quince y yo era apenas un pibito que fatigaba la manzana con mi primera bici sin rueditas.
La miraba.
La miraba siempre, no podía dejar de hacerlo: el pelo largo, la palidez en el rostro, y esa sonrisa  que me dedicaba cada vez que me veía doblar.
Por las mañanas, en verano, montaba mi rodado veinte roja y mi corazón latía con fuerza sólo de admirarla asomada en la ventana.
Hasta que un día ya no estuvo, y al otro tampoco, y nunca más volví a verla.
"Leucemia" fue la palabra que empleó —entre lágrimas— mi madre cuando pregunté.  Y después llegó el día aquel de los coches negros, esa mañana de la llovizna y las coronas en la puerta de su casa.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos...
Como diría don Julio Cortazar, dan ganas de llorar, pero de pura tristeza.



Vendrá la muerte y tendrá tus ojos;
esta muerte que nos acompaña
de la mañana a la noche, insomne,
sorda, como un viejo remordimiento
o un vicio absurdo. Tus ojos
serán una palabra vana,
un grito callado, un silencio.
Así los ves cada mañana
cuando te doblas sobre ti misma
en el espejo. Oh, amada esperanza,
ese día también nosotros sabremos
que eres la vida y eres la nada.
La muerte tiene una mirada para todos.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
Será como abandonar un vicio,
como ver en el espejo
surgir un rostro muerto,
como escuchar un labio cerrado.
Descenderemos en el abismo, mudos.
Traducción: Laura Zorrilla

sábado, 16 de mayo de 2009

¡ LUISITO, NOMÁS !

Cuando a través de la ventanilla del bondi vi el afiche de Luis Zamora, candidato a legislador, no pude menos que insinuar una involuntaria sonrisa.
Otra vez Luisito —Pensé.
Desde que la democracia volvió a nuestro atribulado y pisoteado país, Zamora se postuló a diputaciones, senadurías, cuando no a ocupar el mismísimo sillón presidencial de don Bernardino.
Recuerdo aquellos primeros tiempos de libertades renacientes, de picantes putedas en televisión y pletóricos culos desnudos en portadas de revistas. Recuerdo una especie de seudo destape ochentoso con minas mostrando tetas al rolete, con políticos de cara lavada, y aquella nostálgica avidez de votar de una vez por todas y cambiar, si no ya el mundo, nuestro rinconcito querido de patria.
Y ahí estaba ya, Luis Zamora, con sus postulaciones entusiastas.
Acabada una elección, yo lo buscaba siempre en la lista de cómputos finales y su partido nunca aparecía.
Miraba los porcentajes, que invariablemente primereaban el peronismo y el radicalismo, pero el partido de Luis se aglutinaba, con sus pares pequeños, en una cifra exigua bajo la categoría "otros".
Aunque sí fue creciendo poco a poco. Después de un tiempo ganó una diputación, también un prestigio, y sobre todo un halo de honestidad pública que ninguno pudo empardar.
El tipo renunció a dietas, sueldos, jubilaciones de privilegio, y se lo pudo ver colgado del pasamanos del 60 como a cualquier hijo de vecino.
Cuando la crisis del 2001 y el "que se vayan todos" le trajo la oportunidad de construir una fuerza poderosa y alternativa, la desechó. Nunca supe si fue por pereza, inocencia, o tal vez impericia. El tren pasó por su estación una sola vez y ya no volverá.
¡Una lástima!
Lo único que sí sé es que en aquella Plaza de Mayo de principios de década, cuando el cobarde de De la Rua huyó por los techos de la Rosada como un chorro cualquiera, en aquella soleada y triste tarde de tantos muertos y sueños perdidos, hubo un solo político que se interpuso entre la gente y las patas feroces de los caballos, entre la muchedumbre y los bastones rabiosos de la infantería. Y ese político no fue ni Carrió ni Cristina ni Cobos ni de Narváez ni Solá ni Macri ni Kirchner ni Bullrrich ni tantos de los que hoy mendigan votos en los programas de televisión.
¿Quién fue entonces, señores?
Sí, adivinaron: Luisito Zamora.
Mientras el radicalismo se batía en retirada y el peronismo ansioso se frotaba las manos, Luis Zamora compartió la desgracia de aquellas jornadas con la gente.
Y, evocando esos días tan duros, me vienen unas ganas tremendas de votarlo, para que no se sienta tan solo en la derrota.

sábado, 9 de mayo de 2009

BOLUDECES, COMO SIEMPRE

Para mi amigo Hernán

Y sí. Reencontrarme con mi amigo Ernesto iba a ser una fiesta para el alma.
Después de algunos reveses en el campo de los afectos, volverlo a ver despertaría infinitos recuerdos, anécdotas varias, peripecias del pasado y de la juventud.
Para definir a Ernesto tengo que usar un lugar común: soltero empedernido.
Hijo único pero no malcriado, lo último que supe de él es que vivía con sus padres en una casona de Vicente López.
Revolví cajones y papeles y dí con su celular, y lo cité en el Arrufat, mi querido refugio.
Mucho tenía para contarle. Sobre todo de mis crisis existenciales y de mi perplejidad ante las grandes preguntas humanísticas que buscan un sentido para el hombre.
Quería contarle de este blog que mantengo, del premio de cuentos que gané, del vacío de la hoja en blanco y de la angustia que genera observarse frente a una superficie inmaculada que espera un destello de genialidad. Pretendía mostrarle a Ernesto mi evolución, la inteligencia que me había deparado el cultivo de un pensamiento crítico, los debates filosóficos que a menudo realizaba en el bar Baudelaire. Esas búsquedas de verdades absolutas que sólo tenían respuesta en el plano metafísico. Esas verdades esquivas que tratábamos de descifrar en las charlas de café de los viernes con aquellos amigos que carecían de todo lo trivial.
Todo eso quería contarle.
Y sí. Ernesto llegó al Arrufat con su mirada luminosa de siempre, con aquella alegría que le conocía muy bien,  y con una barba candado que era de este nuevo tiempo.
Estábamos contentos de vernos. Nos abrazamos y nos pedimos las primeras birras.
Ya a la cuarta Quilmes me contó.
Me lo contó de la misma manera que me preguntó por mi hija: con una expresión de paz, con un gesto bonachón, tan característico en él.
Me dijo que sus padres habían muerto a finales del año pasado, con pocos meses de diferencia. Primero el padre por una enfermedad terminal,  y luego la madre acuciada por la pena.
Me contó que de pronto, y en poco tiempo, se quedó absolutamente solo.
Estuvo acompañándolos hasta el final, primero a uno y después a otro.
Luego, cuando ocurrió lo que ocurrió, vio como la casa se agrandaba y se silenciaba y se convertía en otra. Recordó los juegos de infancia y los barriletes que remontaba con su padre. Los bailes de la adolescencia en la terraza y a su madre preparando bizcochuelo.
Tomó, dice que tomó mucho. Dice que coló pastillas de todos los colores y de todos los tamaños. Y que pataleó, y que lloró contra la reputísima vida y contra la archireputísima muerte.
Pero salió, porque todo debía continuar, y a pesar de las pálidas él necesitaba del humor y de la alegría.
Todo esto me contó: sin énfasis, con su mirada pacífica de los mejores días, con una sonrisa en la cara por el gozo de habernos encontrado.
—Y vos en qué andás  —me preguntó, mientras me guiñaba el ojo por sobre el vaso repleto de espuma.
—¿Yo? —contesté, buscando encontrar las palabras adecuadas— Yo, nada... en boludeces, como siempre.