lunes, 22 de noviembre de 2010

PRIMAVERAS



Julieta está sacada.
Su mirada de rivotril se pasea por las vidrieras del Palermo Soho, escruta los diminutos vestidos de Las Oreiro, admira los colgantes orientales, y los collares hipposos del destiempo.
Todo parece suceder dentro de una vieja película: divas de los cincuenta que esperan en sus convertibles los flashes abrumadores de los paparazzis.
Mirada cuarentona la de Julieta, acuosa, irreal. Una mirada que perturba desde su naturaleza inasible. Una mirada que no miente, y que refleja el vacío de todo su mundo.
Ella y An se sientan en un bar de la placita Cortazar, donde —ya se sabe— todo es mentira.
—Sí. Tal vez este verano vuelva a Punta. ¿Y ustedes?
—Nosotros —dijo An— como mucho, a Punta Mogotes.
Las dos se ríen. ¡Son tan distintas! Pero el escenario las clasifica en un álbum uniforme. Allí, los cuerpos, los deseos, los gestos, las almas, mutan en un híbrido que se mimetiza con el paisaje.
El sol de esta primavera amenazante les clava las uñas en la piel. Julieta se coloca los anteojos negros, y ahora su mirada alucinógena ya es nada más que un recuerdo.
La vida arde dentro de ella, pero con inocente ironía. La adolescencia se resiste a abandonarla. ¿O es Julieta quién se aferra al tiempo que se le escurre?
An se pregunta entonces qué hace ahí, con esa mina. Qué hace encendiendo ese enésimo cigarrillo entre el sonambulismo de una gente que transita el sueño de un dios loco.
Porque ella más que nadie sabe que allí nada es verdad.
Nada.
Ni las chicas de miradas acuosas, ni ella, ni la placita que alguna vez fue Salguero.
Julieta le cuenta a An sus fantasías lésbicas, sus sueños secretos con otras mujeres. Ansias eróticas que ni siquiera su pareja conoce. Su pareja: empresario textil amigo de Mauricio Macri.
—En el fondo todo esto me gusta— dice julieta, repantigándose en la silla, mientras el trago se calienta sobre el mantelito de hilo, y An ya no sabe cómo guarecerse de ese sol cada vez más invasivo.
An observa las otras sillas, las otras mesas. Ve como —de pronto— las personas se transparentan, se tornan invisibles.
An ve también como los bares se esfuman, como sus ladrillos pierden consistencia, como las calles abandonan sus formas y un desierto les crece desde adentro.
Ve también — con un resto de perplejidad—cómo julieta se deshace en el aire.
Después, ella misma desaparece.



La imagen corresponde a "Todas las mujeres..." acrílico de Montse Martin

martes, 14 de septiembre de 2010

ELLA Y ÉL

Vos y Yo.
Vos y Yo y esa manera tan nuestra, única, de entender ese deseo de ser inmortales a través del suicidio.
Y no —por supuesto— como una búsqueda solemne y existencialista: cuestión filosófica y fatal de probar mediante la muerte que uno ha sido, sino más bien como una prolongación del juego amoroso más allá de lo posible.Vos y Yo.
No era que no quisiese largarme, pero vos te reías tanto y no sé... porque —después de todo— tirarnos por el desfiladero con el Siam di Tella de trompa resultaba una buena idea. ¿Pero si alguno de los dos quedaba vivo, qué? Nunca se sabía en estos casos. Y además, ¿qué hacer luego con una pierna rota o un brazo fracturado cuándo ya lo otro no importa, cuando el otro ya no está?
Vos y Yo.
¿Las hornallas de la cocina? No, era estúpido. Sin contar que podía volar el edificio entero —una chispa, una luz que se enciende en algún lado— y convertiríamos en víctimas del juego a pobres inocentes que nada tenían que ver con nuestro asunto. Aunque pensándolo mejor no hubiese estado mal: las perillas abiertas e ir durmiéndose poco a poco. Entrar en el sueño último tomados de la mano, aspirando el aire enrarecido hasta perdernos en un dulce sopor.
Vos y Yo.
Fuiste vos quién se negó a que nos cortáramos las venas dentro de la bañera de loza. Dijiste que para eso se necesitaba de cierta ordinaria brutalidad de la cual carecías, y que en el juego que planeábamos sería absurdo una intromisión tan contundente de un objeto externo dentro de la propia carne.
Por el mismo motivo descartamos de plano un disparo de pistola, y porque teníamos una solo arma, y pese a que no desconfiábamos el uno del otro, el acto sublime debía suceder al mismo tiempo para los dos.
Vos y Yo.
En cambio fui yo quien objetó lo del veneno, ya que me parecía un procedimiento que se ligaba demasiado a lo literario. Aunque cualquier método rondaría por ese territorio.
Y si saltar desde la terraza se nos antojó a ambos de una terrible vulgaridad, no fue sin embargo por el pudor de exhibir en la vereda un siniestro muestrario de sangre derramada y de pedazos de sesos y de miembros mutilados, sino porque aquello presuponía un espectáculo público de una situación que debía ser pura y de índole privada.
Vos y yo.
No es casual que ahora estemos pensando la misma cosa. Después de todo, esas pastillas dormitaron en el botiquín todo este tiempo. Mezclarlas en una medida de Jhonny Walker o Caballito Blanco. ¡Perfecto!
Sí, ya sé que no sos muy amante del alcohol, que lo considerás un elemento innoble, un lazarillo para despertar la gallardía en los cobardes. Pero igual sería bueno darnos un último goce, ¿no te parece?
Así, desnudos como ahora, Jhonny Walker con hielo, tu piel, mi piel, los dos, entregados al vértigo que crece, rozar tu mano y sentir que tu mano me roza, como reconocerse uno en cada uno y desmembrarse.
Ahora que tus dedos resbalan por mi cuello, y tus pechos huelen a flores y frutas de verano, sería mejor seguir así, así, en lo que estamos, y dejar una vez más —y como tantas otras veces—, lo del suicidio para otro momento.

La pintura se titula Amantes, de Nicoletta Tomas Caravia

sábado, 10 de julio de 2010

LA NOCHE DE LAS FIERAS


este cuento fue publicado en la edición cultural del Diario Perfil


A veces Violeta se pone de espaldas. No la ves, pero está ahí, con sus labios pintados, rojo furioso. De espaldas a la ciudad ella imagina un destino de fiera agazapada, de felino que trepa sobre el filo de la noche.
Violeta husmea en la basura, en las bolsas mugrientas. Inaugura en cada crepúsculo el hálito sumiso del hambre, la mansedumbre de lo que no fue.
Compañera de la noche, ella se acurruca en el porche de un edificio de lujo, para que la luna la bese en la distancia, esquiva, reconcentrada, iluminada de desolación con la marca de la muerte.
Una gata en celo arquea su lomo frente a Violeta, y una multitud de estrellas se avecina junto al agua oscura del cordón de la calle. La canaleta exuda un simulacro de navegación: los excrementos de la ciudad. La mierda que quieren ocultar en la luz del día iza sus velas en la noche. Esa singular embarcación emprende el viaje solitario hacia la esquina muda, y desemboca en un mundo siniestro, donde media docena de ratas roen desechos que las justifican.
Violeta se acurruca contra al vidrio iluminado. Un hombre ruge desde adentro. La voz que rebota contra la puerta, fauces acechantes. El hombre la observa, se agazapa. Lleva un bastón pegado a su cadera. Y una gorra, como de policía. Ahora el hombre levanta su mano hacia ella: ¿una garra voraz, o es la luz poderosa que confunde las realidades?
La realidad, Violeta: un animal salvaje que te levanta la pollera, que merodea tus muslos con su lengua áspera, que escarba aquello que oculta tu pudor, y que puja y se enciende ante tus piernas abiertas.
La realidad: ese hombre de ojos hambrientos que te hace señas, que amenaza con saltar sobre el picaporte para lanzarse sobre vos, Violeta, muda, límpida, inofensiva en el umbral.
Ella intuye que en cualquier momento deberá levantarse, que las intenciones de él no se limitan a la mera intimidación. Violeta deberá recoger bártulos y desesperanzas, y cruzarse al amparo del Parque Las Heras.

Son horas rotas, Violeta, nada que hacer, nada que ver, nada en donde desmoronarse ahora, madrugada extraña, solitaria, extrema.
La luna gira: un espejo en la soledad de los cuerpos que deambulan a estas horas. La pareja que se sienta en el banco —el sabor de sus besos, la voracidad de sus caricias te traspasa—. El tipo que pasea el perro en la negrura desolada. Una botella que grita su vacío.
Sólo ella, Violeta, la luna, la calle, las migajas de sueño. Lo sucio, lo bello. Nada.
Violeta recostada en el pasto, de cara al cielo, no ve al tigre que se acerca, no huele su hedor de selva. El tigre, sigiloso, relamiéndose entre maldiciones, sube por Salguero. Deja atrás la placa que conmemora a Valle: tiene a tiro a Violeta. Corre. Sediento de sangre y de vida se arroja sobre esa presa que no lucha, que se entrega con una convicción que ni ella misma entiende.
Y el tigre la cubre con su lengua, con sus patas, con su cuerpo de tigre, con sus rayas borgeanas que nombran el universo entero.
Y luchan ahora. Ahora sí. Ahora le hierven a ella las entrañas, el instinto de supervivencia.
Y el calor de la sangre acude a los poros de la piel, a la boca de Violeta, a los pelos de punta del tigre.
Es noche de luna, debió presentirlo, debió darse cuenta. Pero es tarde. Ya el tigre ha saciado su hambre, su sed de carne y alma. Violeta, con la noche, con la luna, recoge sus bártulos y su desesperanza, sola en el pasto, aguarda. Se duerme.
Sueña.
Sueña que está viva, que su corazón late, que es de día, que el sol se alza entre los edificios, y que la noche está ya lejos, muy lejos, en donde un tigre la devora.
El tigre, sigiloso, relamiéndose entre maldiciones, sube por Salguero.
la imagen fue extraída de http://ojosdeunsologato.blogspot.com/

lunes, 21 de junio de 2010

OFRENDA

¿Y si después de morir no hay nada más?
No preguntes, Porteño, la respuesta es tan obvia que da vértigo.
El Porteño más porteño de todos se ríe. Observa el folleto: "Tú puedes salvar tu vida, entrega tu corazón al Señor"
Y si después de morir...
No. ¿Para qué? Hacerse esa pregunta es trampear al destino, pedirle peras al olmo, como dice el refrán popular.
Pero si después...
La ginebra arde en la garganta como un suspiro de invierno. En el café motea la nieve de la incertidumbre.
Yo también —le digo al Porteño— a menudo tengo la sospecha de que algo sucederá. Como ese pibe, también ando a veces a la búsqueda de un sentido.
El porteño lo mira con sorna.
El muchacho—Biblia en mano— vocifera un catalogo de atrocidades, de vicios y depresiones del que huyó entregando su corazón...
Y se salvó.
Se salvó porque entregó su corazón.
Abrirse el pecho, Porteño, agarrar así, un cuchillo, y descuajarse el corazón y ponerlo a latir ahí, sobre la mesa del Arrufat.
¿Ves? No cuesta tanto. Un tajito, un chorrito de sangre que mancha el piso del boliche. Nada del otro mundo.
El Porteño se queda mirando ese amasijo informe que late sobre la mesa. El chorro de sangre salpicó las paredes del bar, las mesas linderas, que por suerte están vacías.
Angelito, el más viejo de los mozos, me increpa, pregunta si me volví loco.
Me insta a que saque esa porquería de la mesa y me la vuelva a meter dentro del pecho, donde corresponde, o me va a echar a patadas.
Le hago un corte de manga.
Levanto el corazón con mi mano izquierda, chorrea a mares, pero late constante, fuerte y decidido.
Se lo exhibo al muchacho de la Biblia, como una ofrenda.
—¿Está bien así, amigo?
El pibe se tapa la boca para no vomitar. Opta por irse.
No muchacho, en este bar la condenación eterna no se subasta. Aquí, hasta el más despabilado asume su infierno.
"Tú puedes salvar tu vida" .
Con algunos folletos envuelvo el corazón y lo coloco otra vez sobre la mesa.
Angelito viene de mala gana. Trae un balde, un trapo, y detergente.
El Porteño se ríe.
Termino mi ginebra, me paro, me coloco el sobretodo y lo saludo apenas con un gesto.
—¡Che, qué carajo hago con esto!— me grita Angelito, mientras señala el envoltorio ensangrentado.
Me encojo de hombros.
Salgo a la calle.
El frío arrecia en la noche solitaria.

La imagen fue tomada de http://imagendeamor.blogspot.com/

domingo, 30 de mayo de 2010

LOS MALOS

Es en esa extrema palidez donde la plegaria nada significa.
Es que ante un muerto las preguntas dejan de pertenecer al individuo, para formar parte de la humanidad.
Eso —como diría Cortazar— porque el muerto no era tu amante.
Un muerto niega el ente abstracto. Un muerto se revuelca en la realidad.
Y no es que Solcito no quiera preguntarse de dónde venimos y hacia dónde vamos.
Frente al cadáver de su padre, lo que ella quiere saber es por qué ese reverendo hijo de puta le metió cuatro tiros por dos mangos de mierda.
Buenos Aires agoniza.
La ciudad aparenta un simulacro de sí misma. De ella penden las falsedades más genuinas, pestilentes voces que alzan su dedo acusador o redentor, según la escuela que dicte sentencia.
Pero la realidad está otra vez ahí, cagándose de risa de sus postulados.
Se ha transformado en hediondo el idioma de estas calles, de esta gente que dejó de ser.
Y yo tampoco soy inocente. No señor. Qué va.
En el cementerio de la Chacarita el aire pierde dominio. La muerte manda.
Solcito reparte propinas a los enterradores que dejan caer la tierra sobre el ataúd de manijas doradas. Tres o cuatro periodistas toman fotografías que formarán parte de las páginas policiales de los pasquines que todos conocemos.
Me causaría gracia todo esto si yo no fuera un moralista incorregible.
Las preguntas.
La necesidad de responder.
Un tipo asesinado porque atinó, quizá, a la huída. O a defender las monedas para el bondi. Todo se licúa en la perplejidad del no ser.
Por eso la izquierda a veces pelotuda. Por eso, también, la derecha siempre recalcitrante.
El mero discurso. El vacío de ese agujero sin fondo.
La masa, no el individuo.
Era un buen tipo—llora solcito, con una serenidad que conmueve— pero un hijo de puta decidió ponerle fin.
Fantasmas.
Todo el tiempo zombis que se devoran los cuerpos de otros muertos.
El hastío de Buenos Aires en la tarde que declina.
¿Cuándo llegará la hora en qué los enfermos se consuman en la hoguera de los indeseables?
No mientras no haya culpables y existan sólo víctimas.
A cielo abierto, las preguntas caen como navajas y se clavan en la tierra. Y el suelo sangra.
Nadie acude a sanar sus heridas. Prefieren el laberinto de las palabras, para esconder, para perderse, para no decir las cosas por su nombre.
Un hijo de puta. Qué inequívoca frase.
Sí, Solcito, existen los malos.
La imagen fue sacada de http://strigoyu.blogspot.com/

domingo, 11 de abril de 2010

MAÑANA EN EL ABASTO

¿Qué es lo que Flavia ansía encontrar a esta hora?
¿A qué destinos pretende arribar?
El sol lento se posa sobre los adoquines. Las escaleras del subte B amanecen silenciosas, con ese lánguido aire de domingo, aburrido y melancólico a la vez.
Ocho de la mañana.
Pibes borrachos que regresan a sus casas, que mean los portales de las casas vecinas, que miran a los ojos con ínfulas de rebeldía.
Dan ternura. Uno también caminó los veinte años y se tragó todo ese rollo.
¿No, Flavia?
Ella se ríe. Sentada en un umbral mugriento, enciende un cigarrillo.
—tengo que dejar de fumar —dice— tal vez hoy sea el día indicado.
Tal vez.
Y expulsa el humo, displicente.
Flavia extrae un espejito de su cartera y se retoca el maquillaje, se acomoda el vestido, y mira hacia el sol, tomándose las piernas.
Yo dejé de fumar hace rato, pero el aroma dulzón de los Parliament se cuela en mis pulmones y me marea, me entrecierra los ojos y me ondula en la ensoñación de la mañana.
Le cuento a Flavia que escribo en dos blogs, que tengo un tercero que se llama "Lengua Rollinstonera", pero que en realidad no es mío, sino de Mister Hyde.
Se ríe, se acomoda el corpiño, las tetas se sacuden en un rítmico vaivén.
—¿Me vas a contar? —le pregunto.
Y me cuenta. Me habla de una infancia en Los Toldos, de una casona con un jardín en el fondo, de enormes amapolas. Me habla también de un abuelo de bastón y mecedora, contando cuentos frente a la chimenea de la sala.
Luego el colegio primario, y el secundario a dos cuadras. Sus sueños de estudiar abogacía en Buenos Aires, el noviazgo inaugural, la cargada de los compañeros, al principio tímida, después feroz.
—Pueblo chico, infierno grande— digo, transitando el más común de los lugares.
Y me siento estúpido, mucho más estúpido que los tipos que buscan el calor de Flavia por las noches, que paran sus automóviles en la esquina de Sarmiento y Agüero, que pelean el precio con uñas y dientes, y que después se pegan un baño para regresar a sus casas limpios, inmaculados, asépticos. Con la suficiente impecabilidad como para besar a sus hijos y a su esposa, sin que la hipocresía se les filtre por los poros.
Flavia se ríe.
—Es qué lo peor me pasó aquí, en Buenos Aires— dice.
Y cuenta otra vez. Tiene ganas de hablar. Habla como si se tratara de una conversación iniciada en otro tiempo, en otro sitio.
Cuenta los cuesta arriba, la mojigatez enorme de esta ciudad enorme, las frustraciones, la carrera de abogacía que ni pudo comenzar, los sueños rotos.
Me muestra sus documentos: Marcelo Antonio Hechegaray.
—Pero ese no soy yo —explica— de eso estoy bien segura.
Me río yo también, y acepto el último Parliament que le queda en el paquete.
Sé que no le importa.
Sé, también, que hoy ha fumado su último cigarrillo.

domingo, 28 de marzo de 2010

LA COCA

Paula Russo Biestro publicó una foto de Isabel Sarli en su muro de Facebook —no ésta, otra. Pero inspiró este post—
Y el vértigo acudió como un caudal inmenso. Y el arribo al pasado resultó inevitable.
Fue retroceder más de veinte años y reencontrar a los antiguos amigos de entonces, que ya no están perdidos porque Facebook todo lo recupera y lo recicla, incluso la melancolía por lo que se perdió.
Lo que la red social jamás podrá devolvernos son las sensaciones, los olores, el tacto, y los lugares que el tiempo destruye sin piedad.
Y en mi memoria vuelven a aparecer todos: Rubén, Daniel, Franco, Chelo, Victor.
De repente el pasado se torna presente y ahí vamos otra vez, pateando las calles desoladas del barrio, que nos separan del cine Regina de Munro.
Y ahí estamos, falsificando unas caras de hombre que nadie se cree, y mucho menos el acomodador y el boletero del cine. Pero entonces la magia ocurre y se prenden ellos también para jugar el juego, para guiñar un ojo y hacerse los boludos y permitir que el universo se mueva como tiene que moverse.
Y ya estamos adentro, temblando, ansiosos, con nuestros trece y catorce años a cuestas, caminando por el oscuro pasillo del Regina, rumbo a la primera fila.
Así sucede, como un agua clara que se desliza dócil. La luz que se apaga de pronto, la oscuridad como una promesa de divinos secretos, la pantalla que se ilumina con colores bizarros.
Y entonces surge ella: enorme, terriblemente hembra de ojos entornados, de voz gravísima, de movimientos torpes que no opacan su sensualidad. El negro pelo como una cascada de ensueño.
Y las tetas, sí, enormes, abarcativas, carnosas.
Esas tetas que hacen posible todo. Que cubren, que perfuman, que liberan.
Tetas capaces de captar el pasado y el presente en una sola jugada, de contenernos enteros a aquellos que estamos en la primera fila, transpirados y jadeantes.
Tetas sabias de todo saber. Eruditas en el arte de apretarnos, de juntarnos y calentarnos, de decirnos sin palabras que la vida es una puta barata que se juega por nosotros y la muerte una puerca bastarda que no existe.
Ahí la Coca, la eterna Isabel Sarli que supo poblar nuestros primeros sueños, y nuestras insomnes noches de vigilia.